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La cogobernanza reversible y el luteranismo constitucional

La cogobernanza reversible y el luteranismo constitucional

La fijación de la doctrina constitucional, por decirlo al modo y manera de Borges, es una rama (la más asombrosa) de la literatura fantástica. No sólo porque la actual mayoría (política) del Tribunal Constitucional nos tenga acostumbrados a determinados actos creativos al emitir sus sentencias –véase el caso ERE en Andalucía–, sino porque, antes de que las controversias alcancen los escritorios de sus magistrados, son directamente los gobernantes quienes, sin pudor, nos ilustran acerca de cómo deberíamos leer la Carta Magna, ahorrándonos la espera de aguardar los dictámenes de los jueces que ellos mismos eligen según sean sus intereses.

“La Constitución puede tener matices”, dijo el presidente del Gobierno la última vez que le preguntaron en una rueda de prensa por el evidente incumplimiento constitucional que supone estar gobernando mediante decretos y sin someter a debate en el Congreso los presupuestos generales del Estado. Esta aseveración completa su antológica afirmación –hecha hace menos de un año– de que pensaba gobernar “con o sin el apoyo del Parlamento”.

Patente de corso

Hay quien se escandaliza al oír estas manifestaciones, pero, desde luego, no puede decirse que sean novedosas. Cada político, además de un periodista de compañía, lleva en su interior a un magistrado del Constitucional in nuce. Desean escribir los titulares y sentenciar sobre ellos mismos, como si al votarles (en listas cerradísimas de obediencia marcial) los ciudadanos les otorgásemos un derecho infinito de pernada o la célebre patente de corso de los piratas.

La relación de los políticos con la Constitución es similar a la que profesan los católicos y los luteranos con respecto a la palabra de Dios (te alabamos, Señor). Los primeros aceptan que su doctrina religiosa sea interpretada, con el atributo místico de la infalibilidad, por el Papa y los príncipes de la Iglesia. Los segundos, en cambio, defienden una relación libre e individual, a veces arbitraria, pero siempre sin intermediarios, entre el creyente y Dios.

En democracia debería regir el principio católico: el Constitucional es la única institución facultada para interpretar la Carta Magna. Pero los socialistas practican un luteranismo a la carta que les permite acogerse a la Constitución únicamente para aquello que les conviene, obviando los preceptos que no les interesan. Son exégetas selectivos y, a menudo, sectarios.

El fenómeno se ha acelerado desde la pandemia, cuando en la Moncloa se inventaron el concepto de cogobernanza, celebrado con indudable entusiasmo por determinadas autonomías –especialmente las nacionalistas, que todavía confunden el autogobierno con la soberanía–, en el entendido de que en España no existe una jerarquía clara entre gobiernos, sino una supuesta horizontalidad de facto que los sitúa a todos en una situación de igualdad, equiparable a un régimen federal que nadie, hasta el momento presente, ha votado ni sancionado nunca.

Reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad Nacional en el Complejo del Palacio de la Moncloa

Fernando Calvo / EFE

Si ustedes buscan en el texto íntegro de la Constitución dicho término no lo encontrarán: la cogobernanza, que Carmen Calvo, memorable jurista, exvicepresidenta del sanchismo más temprano y presidenta del Consejo de Estado, natural de Cabra (Córdoba), definió en 2021 como “apertura, participación, corresponsabilidad, eficiencia y coherencia”, no figura en ningún párrafo de la Carta Magna. ¿Por qué? Porque no somos un Estado confederal.

Da igual, por supuesto. Los hechos suelen preceder a las leyes. Empezó a atisbarse, de manera inquietante, en la pandemia, cuando cartas iban y venían, como dice la copla, entre Madrid y las autonomías acerca de la gestión compartida de la crisis sanitaria. Volvimos a verlo con la gota fría de Valencia, en la que el drama humano quedó mancillado con las acusaciones entre el Gobierno central y la Generalitat de Manzón, el hombre que no estuvo donde debía estar.

Era esperable que, tras el asombroso gran apagón de esta semana, volviera a jugarse con la cogobernanza reversible, que es el sistema de la Moncloa para derivar hacia abajo las responsabilidades políticas que le afectan de forma directa y también el mecanismo con el que determinados presidentes autonómicos, como Moreno Bonilla en Andalucía, intentan ganar protagonismo, si las cosas son manejables, o al que recurren para no verse contaminados por un contratiempo que pueda erosionar su proyección política. Dependiendo del caso.

En la gran autonomía del Sur se votará dentro de un año –salvo adelanto técnico– la nueva composición del Parlamento regional. Todas las encuestas coinciden en que no habrá grandes cambios: la derecha, tras siete años en el poder, y sin haber hecho ninguna reforma digna de tal nombre, ni siquiera camuflada, mantendría su hegemonía con solvencia, sin problemas.

Candidatura en el PSOE

La candidatura de María Jesús Montero al frente el PSOE andaluz no mejora sustancialmente los resultados demoscópicos de los socialistas. El único factor extraño en el mapa político del Sur de España es el crecimiento (leve) de Vox, insuficiente en todo caso para hacer pensar en un regreso a la mayoría pactada de la legislatura que comenzó en diciembre de 2018.

La supremacía del PP en Andalucía, vital en la correlación estatal de fuerzas entre los dos grandes bloques de la política española, es un edificio con un único pilar. No obedece a un cambio sociológico. No se debe a un programa ideológico. Nada tiene que ver con la gestión.

Se sustenta en la imagen pública construida alrededor de la figura del presidente de la Junta con la ayuda (inestimable) de los socialistas, el uso interesado de los fondos del presupuesto andaluz y un interminable teatro de la centralidad cuyo único actor es Moreno Bonilla, señor absoluto del soliloquio. Se trata de un éxito para el PP –el bienestar de la región ya es otra cosa– cuyo reverso oculta la creciente inquietud de la derecha meridional. Podría formularse como el verso de Cavafis: “¿Qué va a ser de nosotros sin Moreno Bonilla?”.

Esta incógnita es la que explica la asombrosa conducta del Quirinale tras el gran apagón. San Telmo fue una de las autonomías que primero exigió a Moncloa que se hiciera cargo de la crisis –el famoso nivel 3 de emergencias– para, 24 horas después, cuando se había recuperado el flujo eléctrico, volver a asumir de forma directa el control de la situación en Andalucía.

Detrás de este cambio de posición, al que acompañaron las críticas contra la Moncloa y hasta la aceptación por parte de Moreno Bonilla de que el apagón pudo deberse a un ciberataque, palpitaba el síndrome Manzón: el miedo (atávico) a que la situación derivada de la urgencia empeorase y afectase al gran activo político del PP en el Sur: el presidente de la Junta.

Moreno Bonilla delante de unas botellas de aceite de oliva

Moreno Bonilla delante de unas botellas de aceite de oliva

Expooliva

Del episodio pueden extraerse dos conclusiones. Primera: la derecha meridional debería ir pensando en gestionar de cara al futuro el sobreliderazgo de Moreno Bonilla, cuya baraka no va a durar para siempre, sin olvidar que es uno de los candidatos llamados a competir por el trono de Génova –frente a Ayuso– en caso de una rendición por agotamiento de Feijóo.

Segunda: lo que esperan los ciudadanos de sus gobernantes es transparencia y capacidad para resolver las crisis, no que echen balones fuera ante las desgracias colectivas. Ante esta certeza, no hay imagen virtual, ni relato político, que soporte un cambio drástico de opinión social.

La milonga de la cogobernanza reversible no es pues más que una forma de endosar a otros responsabilidades que son compartidas, aunque sea en distinto grado. Por mucha tranquilidad que inspiren las encuestas no existe ningún candidato que resista a un terremoto social, a una inundación de dimensiones bíblicas o a un apagón de luz. Lo escribió Daniel Defoe: “El pánico ante el peligro es diez mil veces más terrorífico que el peligro mismo”.

lavanguardia

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