Dioses, patrias y familias

Desde tiempos inmemoriales, la guerra ha sido uno de los trágicos motores de la movilidad humana. Donde hay conflicto, hay huida; donde hay violencia, hay desintegración familiar y dispersión de personas. El flujo continuo de quienes se van sin querer irse se mueve entre los dioses a quienes rezamos y que crean cismas religiosos insalvables, las patrias trazadas con sangre y las familias que simplemente intentan sobrevivir.
Las guerras del siglo XXI no se limitan a conflictos como los de Siria, Ucrania, Sudán y, más recientemente, los de Oriente Medio. Hay guerras climáticas y económicas, silenciadas en los medios, que se propagan rápidamente y matan a tantas personas como los misiles o los drones.
Estas olas sísmicas de desplazados que llamamos “crisis migratorias” nos impiden ver que, en la mayoría de los casos, no se trata de migrantes, sino de refugiados: personas que no abandonaron sus países por elección, sino para sobrevivir.
Las familias que huyen de cualquiera de estas guerras no sólo traen consigo un bagaje, sino también recuerdos destrozados, relaciones rotas y una necesidad urgente de empezar de nuevo en un lugar donde no se las considere una amenaza.
Sin embargo, su aceptación está condicionada a su pasaporte, origen étnico, fe o al interés económico del país anfitrión.
La mayoría de las veces, estas huidas se producen en oleadas.
Los conocemos bien. Los vivimos en los años 60 y 70, recorriendo los caminos que abrieron los contrabandistas hacia Francia y Alemania, huyendo de la guerra colonial, la guerra de la dictadura, la guerra por el pan escaso…
La fórmula de movilidad era muy similar a la actual, salvaguardando las distancias temporales y físicas que conllevan contingencias inexistentes en aquel entonces. Pero el esquema era idéntico en todos los sentidos: primero se marchaban los hombres, dejando atrás aldeas de ancianos, mujeres y niños. Luego, tras ahorrar unos centavos, "enviaban" a las mujeres a su destino.
Fue una época en la que establecieron viviendas independientes de los dormitorios que compartían con sus compatriotas. Casas de hojalata y restos de otras casas, pero eran un techo, una pequeña semilla que se había convertido en raíz. Los niños se unieron gradualmente a sus padres. Algunos tras terminar la escuela portuguesa, otros cuando ya eran capaces de cierta autonomía.
La reunificación familiar siempre ha sido y seguirá siendo la base de cualquier integración. Sin familia no hay estabilidad, ni perspectivas de futuro, ni sentido de construir una vida.
La decisión del Gobierno de limitar la reunificación familiar a quienes ya se encuentran en territorio nacional resuelve el problema de regularizar a quienes, de una u otra forma, lograron acompañar a la persona que ahora es titular de ese derecho.
Pero no resuelve en absoluto el problema de la integración. Incluso me atrevería a decir que, dado que no hay perspectivas de reunificación familiar en su país de origen, la regularización que se está llevando a cabo para los miles de solicitantes de Manifestaciones de Interés que llevan casi una década trabajando (en su mayoría de forma precaria, es cierto) y pagando impuestos, muchos de los cuales llevan la misma cantidad de años separados de sus familias, podría contaminar todo el proceso de integración e incluso generar inestabilidad social con indicios de violencia.
Es loable que no se pretenda crear (más) barrios marginales en Portugal como hicieron nuestros emigrantes en el pasado, así como todos los esfuerzos por crear una vida más digna para nuestros inmigrantes. Este es un horizonte que todos anhelamos, empezando por ellos.
Pero también es cierto que la Ley (23/2007, que ya va por su 17ª versión) es, a mi juicio, bastante permisiva en materia de reagrupación, extendiéndola a los ascendientes del migrante o de su cónyuge, así como a los hermanos menores del titular del derecho, siempre que esté a su cargo: art. 99 de la citada Ley, que define lo que se entiende por familiares a efectos de la reagrupación familiar.
Dado este panorama legislativo vigente, se entiende que el Gobierno debe tener en cuenta el número de nuevos migrantes que, como consecuencia de la regularización de uno, podrían llegar.
Sin embargo, no podemos ir en contra de la Carta de Derechos Humanos, que consagra el derecho a la reunificación familiar.
Sin embargo, el proceso debe, de hecho, reescribirse, limitándolo a la familia nuclear, es decir, a los cónyuges e hijos (y/o hijastros y/o hijos adoptivos) que dependen de sus padres, ya sea física o económicamente. Establecer un límite de edad máximo para esto tampoco me parece incorrecto, aunque creo que sería apropiado ampliar el umbral a los 21 años, momento en el que el joven podría eventualmente finalizar sus estudios.
La excepción a esta regla, y de la que no he oído hablar ni una sola vez hasta ahora, aunque la inestabilidad mundial nos lleva a predecir una nueva ola, serán los refugiados. ¿Cuál es la postura del Gobierno sobre la reagrupación familiar en el caso de los refugiados y solicitantes de asilo? En estos casos, el imperativo moral y humano no se ajusta a la perspectiva económica de los movimientos migratorios, por muy humanista que sea.
Ahora bien, lo que no tiene sentido es que estas limitaciones no se apliquen a dos grupos de inmigrantes: los altamente cualificados y los titulares de visas ARI (también conocidas como Golden Visas). En estos últimos casos, siempre ha habido un trato especial, ya que la reagrupación fue inmediata y seguirá siéndolo. La mera distinción nos lleva inmediatamente a prever la existencia de migrantes de primera y de segunda clase.
Existe un claro peligro, ante la falta de un horizonte temporal, para quienes ahora ven regularizada su situación y puedan tener a su familia nuclear con ellos. La integración será más difícil, si no imposible, y las divisiones sociales se sentirán de forma más aguda e incluso violenta.
Toda migración es más que un fenómeno demográfico o económico. Refleja nuestra humanidad, o la falta de ella.
Entre los “dioses” de la seguridad y la geopolítica, que legitiman intervenciones y cierran fronteras, las “patrias” que se defienden con nacionalismos selectivos y las “familias” que huyen del hambre, la indignidad, el miedo y los bombardeos, la profunda asimetría del mundo contemporáneo es evidente para quien quiera ver.
Y tal vez sea en este punto de encuentro —entre las ruinas de las vidas dejadas atrás y la esperanza de un nuevo comienzo— que deberíamos escuchar, con humildad, las historias de quienes dejaron su tierra natal, pero nunca renunciaron, ni quieren renunciar, a su familia.
Los textos de esta sección reflejan las opiniones personales de los autores. No representan a VISÃO ni reflejan su postura editorial.
Visao