¡Guerra abierta!

No hay ficción en lo que se sabe y se aprende. Cuando los B-2 despegaron de Whiteman, Misuri, con el apoyo de aviones cisterna estacionados en las Azores, Estados Unidos estaba a punto de atacar a Irán. Limitó la operación a las plantas de enriquecimiento nuclear, pero ya cuenta con los medios para atacar de nuevo o disuadir cualquier intento iraní de cerrar el estrecho de Ormuz.

Irán, aunque no parezca obvio, se encuentra en una posición de gran fragilidad e incertidumbre. Era fuerte porque amenazaba, pero ha resultado débil en términos de poder militar y capacidad de proyección de fuerza. Es evidente que se ha involucrado con los países equivocados, y ahora el deseo de Washington y Tel Aviv no es precisamente derrocar al régimen —que podría colapsar por falta de apoyo—, sino más bien acabar con cualquier ilusión de enriquecer uranio a grado militar y seguir protegiendo a terroristas.

Quien lo sabía, y lo dijo, fue el primer ministro israelí, quien anunció el viernes que Estados Unidos atacaría en 48 horas, y no en dos semanas, como Trump ha estado diciendo para complicar la situación. Israel se ahorra el esfuerzo de destruir instalaciones nucleares —esa era y es tarea de Estados Unidos—, pero no descansará hasta que haya dejado al régimen teocrático completamente inestable e incapacitado.

Irán necesitaba aprender esta lección. Durante décadas, ha alimentado, financiado y abastecido a grupos terroristas con total impunidad —las sanciones han resultado ser ridículamente ineficaces en casi todos los casos (solo basta con mirar a Rusia)— y ahora es el momento de abordar la cuestión crucial: cortar una de las principales fuentes de equipo militar para diversos grupos en la región y, sobre todo, dejar de albergar ilusiones nucleares. Nada de esto es bueno ni tranquilizador, pero no había otra salida. Es el turno de Teherán.

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