Opinión: En busca de la catequesis perdida

Algunos teóricos de la educación (que no deben confundirse con los profesores) parecen haber abandonado hace tiempo la idea de que la escuela es un lugar para aprender y transmitir conocimientos a las nuevas generaciones.
Quizás por eso, en Portugal el departamento gubernamental que supervisa esta área de gobierno sigue manteniendo, con pequeñas variaciones, el nombre que le dio la Ley nº 1941 de 1936: Ministerio de Educación Nacional.
Esta denominación elegida por Salazar y su ministro Carneiro Pacheco contrasta con la adoptada durante la Primera República, que creó el Ministerio de Educación Pública en 1913. La intención tras el cambio de nombre era clara: era importante contar con ciudadanos educados, no ciudadanos cultos. No es casualidad que la misma ley de 1936 determinara que «en la selección del profesorado de cualquier nivel de enseñanza, se tendrán en cuenta, sin perjuicio de la necesaria preparación científica, las exigencias de su cooperación esencial en la función educativa y en la formación del espíritu nacional».
A pesar de los extraordinarios avances que posibilitó la generalización de la educación tras el 25 de abril, los responsables del Ministerio nunca han podido librarse de esta “trampa”. Si las primeras décadas tras la revolución no lo permitieron, debido al colosal esfuerzo por generalizar el sistema educativo a toda la población, las décadas más recientes han presenciado la consolidación de una doctrina meliflua, apoyada por voces autoritarias de ambos lados del espectro político: la escuela, más que instruir, debe “educar”, con un profesorado visto sobre todo como colaborador de la “función educativa” (y cada vez más exento de formación científica). En otras palabras, más que transmitir conocimientos, buscan transmitir valores. ¿Y cuáles son estos valores? A primera vista, parece consensuado que en la escuela, junto con el conocimiento, se cultiven como máximo común denominador los valores compartidos por la comunidad, consagrados en la Constitución.
Un profesor en el aula, como un adulto en la sala, es naturalmente un referente y, por lo tanto, un educador, pero esa no es su función principal. Sin embargo, los dignos sucesores del ministro Carneiro Pacheco desean que cada soplo de aire fresco que se traiga a la escuela esté impregnado de valores, ya sean compartidos constitucionalmente o no (aún). Consideremos, por ejemplo, la siguiente "acción docente estratégica orientada al perfil del alumnado", extraída de los aprendizajes esenciales de Física y Química (!) en el décimo año de secundaria: "promover estrategias que fomenten el respeto por las diferencias en características, creencias u opiniones, incluidas las de origen étnico, religioso o cultural". ¿Qué se supone que debemos hacer con el profesor de Física y Química? ¿Ilustrar imágenes del telescopio espacial con lecturas del horóscopo? ¿Discutir la dignidad epistemológica de los terraplanistas y el geocentrismo? El inmenso sentido común de la mayoría de los profesores nos lo acredita.
Estas personas ilustradas que priorizan la "educación" sobre la instrucción quieren transformar por la fuerza las escuelas en un gran catecismo, a los maestros en catequistas proselitistas y a los estudiantes en catecúmenos. Parece que, después de todo, la catequesis es necesaria. Ciertamente, no es así. Mezclar la transmisión de conocimientos con la de valores no solo es innecesario, sino que también representa un peligro para la propia democracia, cuyos efectos nocivos son evidentes.
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