Catorce millones de muertos

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Para un personaje como Donald Trump, que ha convertido los agravios personales en la base de un programa de gobierno, el desinterés por las tragedias ajenas resulta llamativo. Especialmente por aquellas en las que su Administración tiene una responsabilidad directa. La carnicería de Gaza es la más conocida, pero desde principios de este año se perpetra de forma silenciosa otro crimen contra la humanidad que amenaza con adquirir proporciones bíblicas: la súbita cancelación de buena parte de los programas de Agencia de EE UU para el Desarrollo Internacional (USAID). Pertrechados tras una acumulación de mentiras e inferencias, un gang de ideólogos radicales, un milmillonario con afición a las sustancias y una unidad de bomberos presupuestarios pirómanos han tomado decisiones que podrían derivar en la muerte de al menos 14 millones de personas de aquí a 2030. De ellos, una tercera parte serán niños y niñas menores de cinco años.
Las estimaciones sobre las consecuencias de la voladura mal controlada de USAID proceden de un artículo publicado esta misma semana por la revista The Lancet, y que hemos firmado un grupo de profesionales del Instituto de Salud Global de Barcelona y de otras nueve instituciones científicas de países como Brasil, Mozambique y EE UU.
No hay pirueta retórica que maquille la gravedad histórica de esta decisión
Gonzalo Fanjul y Davide Rasella
Utilizando datos de 133 naciones de ingreso bajo y medio, nuestro estudio hace una estimación del impacto previsible de un recorte de la ayuda cercano al 85%, como el que ya está aplicando la Administración Trump. Los cálculos ―que se fundamentan en el número de vidas salvadas en el pasado con diferentes intervenciones, y de acuerdo con criterios de edad, sexo y causa de muerte― ofrecen un panorama devastador: las víctimas mortales de una caída tan significativa y repentina de la ayuda en programas esenciales como los de malaria, tuberculosis, VIH o vacunación infantil multiplicarían por cuatro el número de civiles muertos durante todos los conflictos del siglo XXI. Los incrementos acelerados de mortalidad y morbilidad se cebarán en algunos de los países y poblaciones más pobres del planeta, como los de África subsahariana, que verán destruidas tres décadas de progreso e inversión colectiva.
No hay pirueta retórica que maquille la gravedad histórica de esta decisión. Las conclusiones de nuestro estudio están en línea con algunas primeras evaluaciones de impacto que se van publicando estas semanas. Una de las más recientes recordaba ominosamente que el Programa Presidencial de Malaria hubiese salvado la vida de 104.000 seres humanos en 2025. Recortar estas intervenciones en un 70%, como ya ha hecho Trump, supone condenar a la muerte a decenas de miles de personas antes de las próximas Navidades. En otro estudio, aún en pre-publicación, investigadores de 16 de los centros más prestigiosos del mundo elevan las cifras a una categoría pandémica: en ausencia de alternativas, los recortes en los programas de salud global de EE UU provocarán la muerte de más de 25 millones de personas entre este momento y 2040.
Para ser claros, la América que quiere ser Great Again es una parte sustancial del problema, pero no es la única. El Reino Unido y Francia ―dos de los principales donantes del planeta, en manos de gobiernos mucho menos histriónicos― han anunciado recortes del 40% y el 30% de sus fondos, respectivamente. El “ahorro” de la ayuda se justifica en ambos países por las mediocres perspectivas económicas. Esto no ha impedido, sin embargo, el incremento desbocado del gasto en defensa, que antes de estas decisiones ya suponía cinco veces más que el presupuesto que destinan a la cooperación internacional al desarrollo. Como en el caso de EE UU, este juego de vasos comunicantes refleja una visión miope y reduccionista de la seguridad colectiva. Los recortes de los grandes donantes tendrán efectos inmediatos en el descontrol de enfermedades infecciosas cuyas consecuencias sanitarias y económicas más graves no necesitan ser recordadas a esta generación. También supondrán el abandono de regiones profundamente inestables que pueden intensificar los movimientos globales de desplazamiento forzoso.
Para ser claros, la América que quiere ser Great Again es una parte sustancial del problema, pero no es la única
Gonzalo Fanjul y Davide Rasella
En el medio plazo, la retirada de los donantes debilitará su poder blando ante sociedades –en el Sahel, el Cuerno de África y en Asia central, por ejemplo– cuyas autoridades ya han empezado a utilizar esta decisión como una oportunidad para la desconexión del modelo de democracia liberal que sus antiguas metrópolis juran perseguir. China y Rusia se frotan las manos desde la grada.
La pregunta es obvia y afecta al conjunto de los líderes de países ricos que se han palmoteado las espaldas en la cumbre de la OTAN: ¿es posible afirmar que un incremento súbito, desproporcionado y mal justificado del gasto en defensa hasta el 5% del PIB va a salvar más vidas que la ayuda al desarrollo —y tantos otros gastos sociales— que esta decisión está a punto de llevarse por delante?
La respuesta es no. De hecho, existe el riesgo de que este clima de histeria colectiva en el que estamos instalados nos lleve a cruzar puntos de no retorno, y la destrucción frívola e incontestada del sistema global de cooperación podría ser uno de los primeros. Tanto el nihilismo cruel de los nacionalpopulistas como la docilidad cómplice de los gobiernos más centrados pueden llevarnos a olvidar lo que la investigación y la experiencia directa constatan a diario: a pesar de todos sus defectos, y a pesar de las muchas reformas necesarias, la ayuda al desarrollo funciona.
Los programas de salud global, educación, seguridad alimentaria o protección evitan muertes, dignifican la vida de las personas y ofrecen consuelo y oportunidades donde no existían, a veces en medio del infierno. Las operaciones de alivio de la deuda y las reformas fiscales eficaces dotan a los Estados más pobres de margen para invertir en el bienestar de sus ciudadanos. Cuando estos mecanismos —pequeños e imperfectos— de redistribución de la riqueza global se volatilizan sin alternativas mejores, las consecuencias se cuentan en millones de vidas perdidas y en sociedades mucho menos prósperas y seguras.
Este es el asunto fundamental que está sobre la mesa de negociaciones de la IV Cumbre de Financiación del Desarrollo que se celebra en Sevilla estos días. La línea roja que debe ser establecida con absoluta claridad. Cualquier resultado que no implique un pie en pared en defensa de la cooperación internacional y de lo que esto conlleva será un fracaso histórico. La aspiración a un acuerdo de mínimos por unanimidad sería inaceptable en este contexto, porque equivaldría a dulcificar la muerte por inanición del sistema. Si existen momentos de la historia en los que cada líder político, social y empresarial debe retratarse, el de la cumbre de Sevilla es sin duda uno de ellos.
EL PAÍS