Kenia: la generación perdida

Planeta Futuro inicia una serie de reportajes coincidiendo con la IV Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo de Naciones Unidas para analizar el impacto concreto de la crisis de deuda sobre la población de los países más afectados
Albert Omondi Ojwang fue detenido el sábado 7 junio, hacia las tres de la tarde, en su casa cerca de Homa Bay, a orillas del lago Victoria (Kenia). La policía lo acusó de haber publicado “información falsa” en la red social X, donde señaló por corrupción al subinspector general de la policía keniana, Eliud Lagat. El joven maestro de 31 años murió un día después de su arresto, en la comisaría central de Nairobi, a más de 350 kilómetros de su hogar, mientras se encontraba bajo custodia policial. Ese mismo día, su cuenta de X fue borrada. “La cabeza de Albert estaba completamente hinchada y los restos de sangre en su rostro demuestran que sufrió hemorragias en la nariz y los oídos”, describe el abogado de la familia, Julius Juma, frente a la morgue de la capital keniana, donde ha acompañado a los padres para identificar el cuerpo. Espera que la autopsia confirme lo que sugiere la fotografía del cadáver que muestran los allegados: que murió como consecuencia de golpes recibidos mientras estaba en una celda. Y que no se suicidó, como asegura la policía.
Es lunes 9 de junio y las redes sociales arden en Nairobi llamando a la movilización por el “asesinato” de Ojwang el día anterior. Un joven con una camiseta que luce el lema “protestar no es un crimen” se tumba en mitad de la carretera que pasa frente a la morgue, donde todavía reposan los restos del maestro, para bloquear el tráfico. Unos pocos más se apuntan a la sentada, mientras otro grupo, con el puño izquierdo en alto, comienza a cantar a voz en grito en suajili: “Golpearnos y quitarnos la vida no nos detendrá / luchamos por nuestra libertad / nos hemos negado a arrodillarnos”.

La mayoría de los manifestantes que acuden se curtieron en las protestas multitudinarias que hace justo un año obligaron al Gobierno a retirar una reforma con la que pretendía aumentar los impuestos para pagar la deuda pública y cumplir con las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI). Al menos 60 jóvenes murieron entonces en Kenia por los disparos y la represión policial. El pasado miércoles, en la movilización que conmemoró aquellas marchas, murieron otros 19 jóvenes y 531 resultaron heridos por la violencia de los agentes, según confirmó la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Kenia. La situación del país no es una excepción: refleja un patrón que se repite en varios países africanos, donde la presión fiscal y el endeudamiento están encendiendo nuevas formas de protesta en poblaciones que ya cargan con precios elevados y servicios públicos precarios.
Los activistas son cada vez más cautelosos en Kenia. “Si no mueres de pobreza, mueres por una bala de la policía”, dice Brayan Mathenge (25 años), economista y coordinador del Centro de Justicia de Githurai, un barrio marginal a las afueras de Nairobi. En la sentada por la muerte de Ojwang no hay más de un centenar, aunque poco a poco va llegando más gente de forma paralela a los furgones policiales que se aproximan al lugar. Los manifestantes no se achantan y transforman la protesta en una marcha hacia la comisaría en la que murió Ojwang al grito de “Justicia para Albert” y “fuera Ruto”, en alusión al presidente de Kenia. Solo unos días después, y ante las evidencias inapelables de la autopsia, la policía se retractará, el propio Willian Ruto llamará al padre de Ojwang para garantizarle una investigación y Eliud Lagat dimitirá “para facilitar” las pesquisas.
La detención y muerte de Albert Omondi Ojwang no es un caso aislado. Justo una semana antes, Rose Njeri fue arrestada durante dos días por crear una aplicación para protestar contra el proyecto de ley de finanzas de 2025, que finalmente el Parlamento aprobó el pasado 19 de junio, con una reforma con la que pretende recaudar en impuestos unos 200 millones de euros más que en el ejercicio anterior y que dedica una partida a monitorear redes sociales. “Los kenianos no pueden soportar más impuestos, por eso, por primera vez, no hemos añadido nuevos tributos en el proyecto de ley como se había hecho antes”, afirmó en el Congreso el ministro de Finanzas, John Mbadi, que aclaró que el Gobierno había optado por ampliar la base impositiva, mejorar el cumplimiento del pago y recortar gastos.
No son solo los impuestosDesde junio del año pasado, decenas de jóvenes kenianos han sido detenidos, heridos o desaparecidos tras participar en protestas, tanto en las calles como en las redes sociales, contra las reformas fiscales impulsadas por el Gobierno de William Ruto. “No es solo el precio del pan: es que no tenemos futuro”, decía en 2024 una pancarta frente al Parlamento de Nairobi. “No son los impuestos, sino la falta de transparencia”, coinciden ahora los activistas, que acusan al Ejecutivo de corrupción por no rendir cuentas de dónde se invierte el dinero y por solo investigar una de las 60 muertes de manifestantes ocurridas en 2024. La policía ha declinado hacer comentarios sobre los 19 jóvenes muertos del pasado miércoles, aunque Ruto ha exigido justicia contra los responsables de los “disturbios”, a los que acusa de saqueos, robos, violaciones e incendios. Tampoco hay indagaciones sobre el secuestro o desaparición de al menos 82 jóvenes entre junio y diciembre de 2024, todos ellos activistas que han protestado en la calle o en las redes sociales, según el recuento de la Comisión Nacional de Kenia de Derechos Humanos.

Kenia es un laboratorio de lo que puede suceder en otros países de África, asfixiados por el sobreendeudamiento público. Las protestas masivas contra las políticas fiscales, la violencia policial y la exigencia de rendición de cuentas anticipan tensiones similares en países que, como Kenia, destinan una parte mayor de sus ingresos al pago de la deuda —entre el 19% y el 20% del gasto total del Gobierno, según la última estimación del Parlamento keniano— que, por ejemplo, a la sanidad —entre el 3% y el 4%—. Así ocurre ya en más de la mitad de los países del continente. Catorce de ellos ya están en situación de sobreendeudamiento o con alto riesgo, según el informe de la ONU de Financiación para el Desarrollo Sostenible de 2024. Y además de Kenia, algunos países ya han vivido protestas, como Nigeria, donde el pasado agosto miles de ciudadanos tomaron las calles de Lagos para denunciar el encarecimiento del coste de vida. Otros, como Tanzania y Uganda, también reprimen duramente a los activistas.
Sin embargo, el caso keniano es especialmente representativo por su peso económico regional. Es la cuarta economía más grande de África subsahariana, después de Nigeria, Sudáfrica y Etiopía, y la séptima a nivel continental, según el Fondo Monetario Internacional (FMI). Además, representa cerca del 50% del PIB de la Comunidad de África Oriental, que incluye países como Uganda, Tanzania, Ruanda, Burundi, Sudán del Sur y la República Democrática del Congo, por lo que una crisis de deuda en Kenia puede tener un efecto dominó en la región. La paradoja keniana es que, incluso cumpliendo con sus obligaciones financieras, el país se ve obligado a recortar inversiones sociales clave.
Los efectos son ya palpables: “Escuelas sin financiación, hospitales saturados y agricultores abandonados, que no ven a un técnico agrícola en sus fincas desde hace más de una década”, lamenta Alexander Riithi, jefe de programas del Instituto para la Responsabilidad Social de Kenia (TISA, por sus siglas en inglés).
Y mientras, el coste de la vida no para de aumentar. “Con 100 chelines [0,66 euros] podías comprar hace un año pan, leche, té y algo de queroseno, pero ahora solo el pan te cuesta 70 chelines”, ejemplifica Njeri Mwangi, coordinadora del centro de Justicia Social de Mathare, el segundo slum o barrio marginal más grande de Nairobi, y uno de los impulsores de las protestas.
Esta tensión, generalizada en el continente, pone de relieve las fallas del actual sistema global de reestructuración de deuda y subraya la urgencia de su reforma, un debate que permeará la IV Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo, que se celebra desde este domingo en Sevilla.
Estrés financieroLa deuda pública de Kenia ha alcanzado un nivel preocupante, según el último informe del Banco Mundial, con un endeudamiento que se sitúa en el 68% del PIB. Aunque es algo menos que en 2024, que sobrepasaba el 70%, sigue por encima del 55%, el límite que establecen el FMI y la propia ley fiscal local para garantizar la estabilidad. “Kenia recurrió a préstamos comerciales, incluida China, y a eurobonos muy costosos para financiar proyectos como el tren rápido entre Nairobi y Mombasa”, explica Riithi, de TISA. Pero no reportaron los beneficios esperados. Inicialmente, continúa, la deuda externa era mayor que la interna, pero en la actualidad la deuda doméstica ha superado a la externa, “con unos seis billones de chelines [más de 4.000 millones de euros] frente a 5,7 billones en deuda externa”.

“Ante esta situación de estrés financiero, Kenia entró en un programa de apoyo con el FMI que implicó medidas de consolidación fiscal, entre ellas un aumento de impuestos”, detalla el experto económico. “Se introdujeron gravámenes a los productos petrolíferos, sobre la nómina y un nuevo modelo contributivo para el seguro de salud y la vivienda”, continúa Riithi, para explicar el caldo de cultivo previo a las protestas de 2024, que estallaron ante el anuncio de más impuestos.
Aunque más allá de las subidas impositivas, el problema es la falta de rendición de cuentas. “La gente paga más, pero vive peor”, resume el activista.
Sin vacunas ni tratamientos contra el VIHEl sistema sanitario está al borde del colapso. No hay vacunas contra la polio para los recién nacidos, que afrontan el riesgo de contraer una enfermedad prevenible que les puede causar parálisis e incluso la muerte, y las reservas de antirretrovirales contra el VIH se agotarán en septiembre, según coinciden varios médicos consultados. El desmantelamiento de USAID, la agencia de cooperación de Estados Unidos, ha sido la puntilla definitiva para un servicio público de salud que ya se encontraba en cuidados intensivos.
El Centro de Salud Comunitario de Kibera, gestionado por la ONG Amref y situado en la barriada marginal más grande de la capital —se calcula que allí viven más de un millón de personas— proporciona servicio de maternidad las 24 horas del día y atiende a 4.500 personas con VIH. Se llega tras recorrer varias calles de arena rojiza, flanqueadas por casas construidas con tablones de chapa y madera. Cuatro coches con matrícula roja, la marca de los vehículos de la ONU, se cruzan por el camino. Una enorme cancha de fútbol, también de arena, se despliega ante el centro de salud en cuyas puertas esperan dos mujeres que amamantan a sus bebés. “Somos los segundos del condado de Nairobi, solo por detrás del Hospital Nacional Kenyatta, y gracias al tratamiento contra el VIH que proporcionamos, el 99% de nuestros pacientes están con la carga viral suprimida, es decir, que no pueden contagiar el virus, lo que es un logro enorme”, explica desde su despacho el doctor Wilfred Riungu, responsable del centro.

Elige con cuidado las palabras que emplea, pero critica que la falta de fondos, espoleada por la suspensión de USAID y los recortes al desarrollo de varios países europeos —Reino Unido, Francia o Países Bajos entre otros—, haga peligrar todos sus progresos. “Nuestras reservas de antirretrovirales nos alcanzan hasta septiembre y no tenemos vacunas contra la polio, en un momento en el que estábamos a punto de eliminar la enfermedad”, confirma Riungu. “Las consecuencias pueden ser catastróficas, porque en estos momentos, además, Kenia está acogiendo a refugiados de países como Somalia o Sudán del Sur, con servicios sanitarios fallidos, y los niños que llegan no están vacunados, lo que puede erosionar todos nuestros logros de los últimos años”, añade.
Jeffrey Okuro, médico en otro centro de salud de Kibera, financiado por la ONG CFK Africa y que atiende a unas 35.000 personas del slum, es aún más crítico y señala que el sistema de salud pública en Kenia atraviesa una crisis que podría desembocar en el colapso total si no se toman medidas urgentes. La reducción de la ayuda internacional, combinada con fallos en la implementación del nuevo seguro nacional de salud, ha dejado a millones de kenianos sin acceso a atención básica. Las clínicas comunitarias, como las que gestiona su organización en los barrios informales, están desbordadas. “El sistema sanitario está sostenido en gran medida por estos dispensarios, que son la primera línea. Si colapsan, el sistema entero no podrá sostenerse”, advierte.

Okoro confirma que hay escasez crítica de medicamentos y vacunas, incluida la de la polio, lo que representa una amenaza directa para la salud pública, especialmente en contextos de alta vulnerabilidad. “Es extremadamente peligroso… y no es un error puntual, es una tendencia”, explica, señalando fallos en la gestión y en el liderazgo del Ministerio de Salud. Aunque el doctor Riungu suaviza la situación y asegura que el Gobierno restablecerá pronto las reservas de inmunizaciones básicas. “Están haciendo todo lo posible para garantizar que tengamos las vacunas”.
El temor por la falta de inmunizaciones y de tratamientos básicos preocupa a los más vulnerables. Mónica, con 26 años y dos hijos, ha acudido al centro que gestiona Amref afectada por una posible neumonía. “Si no fuera por esta clínica, no podría pagar por mi tratamiento”, alerta. Aún más intranquila se muestra Rosemary, miembro de Karibuni Power Women Group, un colectivo de mujeres seropositivas que luchan contra el estigma y venden bisutería y telas africanas para garantizarse un medio de vida. “Queríamos demostrar que ser VIH positivas no es el final de la vida, que todavía podemos hacer algo, criar a nuestros hijos”, cuenta. Pero si se acaban los antirretrovirales en septiembre vaticina una “condena a muerte” para los portadores del virus.

Ante un futuro que se esfuma, “los kenianos van a las calles porque sienten que no tienen nada que perder”, afirma Okoth Omondo, uno de los líderes de las protestas de 2024, detenido el 27 de junio del año pasado en un arresto que vincula a su actividad de divulgación en TikTok. “Empecé explicando informes complejos, que la mayoría de kenianos no entiende por su lenguaje técnico, para que los jóvenes comprendieran mejor temas como el presupuesto nacional o las leyes fiscales y salieran a protestar más informados”, explica el activista desde el puente que pasa por la carretera que une el centro de Nairobi con la ciudad comercial de Thika, la misma por la que miles de personas marcharon el 25 de junio de 2024 en la manifestación más masiva de Nairobi.

Esta revisión de informes, asegura, le ha llevado a detectar casos claros de corrupción: “El Gobierno prometió, por citar solo un ejemplo, seis estadios que nunca se construyeron y en uno de los casos, probablemente el más flagrante, un diputado era dueño del terreno donde se iba a construir y su hermano poseía la empresa constructora que subcontrató el proyecto”. Pero la edificación nunca se llevó a cabo. “El lugar sigue siendo un espacio vacío”, detalla entre los muchos casos de corrupción que dice haber encontrado al analizar los presupuestos y su ejecución. “Se asegura que se va a invertir en infraestructuras y cuando vas al lugar te encuentras con un campo de maíz”.
Omondo cita la cifra que los técnicos del Banco Mundial manejan desde al menos 2016: el país pierde diariamente 3.000 millones de chelines (20,10 millones de euros) por sobornos, malversación de fondos o sobreprecios en contratos públicos. El dato no figura en ningún informe, aunque funcionarios del Banco en Kenia e incluso el propio Ruto han aludido a él. Esta supuesta corrupción le cuesta al país 7.336 millones de euros, es decir, casi el 8% de su PIB anual.
“Al explicar estos casos de corrupción, mis vídeos empezaron a viralizarse y el Gobierno empezó a marcar mis contenidos como “incitadores”, así que fui perseguido, vigilado y finalmente secuestrado por hombres enmascarados tras una gran protesta”, recuerda Omondo. “Me tuvieron toda la noche dando vueltas; creo que no me mataron porque en ese momento el patrón era secuestrarnos y asustarnos, pero quizás, si hubiera ocurrido ahora, habría aparecido muerto, igual que Albert [Ojwang]”.
La labor educativa de Omondo y organizaciones como la coalición Okoa Uchumi, una iniciativa civil para reclamar al Gobierno rendición de cuentas, fue uno de los motivos por los que “kenianos de todas las clases y estilos de vida salieran a la calle para oponerse a la reforma fiscal”, considera Djae Aroni, abogado y guitarrista afropunk, que participó a diario en las protestas de 2024. “La ley de finanzas se tradujo a varios idiomas de Kenia y, por primera vez, hubo mucho más acceso a la información, de modo que la leyeron desde ancianos a comerciantes y empresarios”, continúa desde la sede de Powa 254 (en alusión al prefijo de Kenia), una iniciativa popular con emisora de radio y estudio para podcast donde “comentan la actualidad política, económica y social de Kenia”.
Ahora, reconocen los dos activistas, las protestas se han trasladado mayoritariamente a las redes sociales para evitar la represión policial, aunque el caso de Albert Omondi Ojwang corrobora que tampoco son un lugar seguro.
Mathare, el laboratorio de KeniaPero si Kenia es el laboratorio de las consecuencias que el sobreendeudamiento puede tener en otros países de África, Mathare, el segundo slum más poblado de Nairobi y el más antiguo de la capital, lo es de la propia Kenia. La comunidad vive entre la exclusión sistemática y la organización popular. “A pesar de su enorme potencial y del empuje de su gente, el barrio ha sido históricamente marginado y reprimido por el Estado”, resume Njeri Mwangi, coordinadora del Centro de Justicia Social de Mathare. Habla desde su sede, en el corazón del suburbio, decorada con retratos de revolucionarios marxistas y panafricanistas como Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso desde 1983 hasta su asesinato en 1987, o el historiador keniano anticolonialista Maina Wa Kinyatti. A su alrededor, predominan las viviendas con tejado de chapa.

“Tras las devastadoras inundaciones de 2024, que causaron numerosas muertes, el Gobierno demolió viviendas en la zona junto al río, de un día para otro, dejando a muchas personas sin hogar”, describe Mwangi. “Ruto dijo por la mañana que debía demoler las casas y, por la tarde, sin avisar y sin dar ninguna compensación, las excavadoras ya las estaban tirando abajo, así que la gente lo perdió todo… Lo que llevaban puesto es lo único que les quedó”, describe Tiffany Wanjiru, investigadora del Centro de Justicia Social de Mathare, que ha reunido las pruebas que demuestran la violación del derecho a la vivienda de los habitantes del slum. “Un tribunal falló a favor de las víctimas y ordenó compensaciones, pero el Gobierno dijo que no tenía dinero”, continúa.
Son las 12.30 y un hombre dormita junto al río bajo una cobertura de paja que le proporciona sombra. Un niño de poco más de un año corretea descalzo con una camiseta rota un par de tallas más grande. “Por la noche, si vienes aquí, hay más gente durmiendo fuera. Beben para no sentir el frío”, explica Wanjiru.
Pero lejos de rendirse, los habitantes de Mathare salieron a protestar para exigir un derecho básico: el acceso a una vivienda digna. Estas movilizaciones, que partieron de Mathare, desembocaron en protestas nacionales en marzo del año pasado, como la campaña Occupy Parliament (Ocupa el Parlamento), liderada incluso por personas mayores que exigían soluciones habitacionales urgentes. El movimiento sería, tres meses después, uno de los impulsores de las protestas contra la reforma fiscal de 2024. Así que el río que atraviesa Mathare, coinciden Mwangi y Wanjiru, fue la zona cero de las protestas.
“Aquí se plantó la semilla de lo que ocurrió después”, dice con cierto orgullo Mwangi. “En Mathare, nos organizamos desde hace años para recuperar nuestro poder como ciudadanos, pero por eso, también ha sido un lugar muy atacado por el Estado”, continúa la activista, que nació en esta barriada y que ha documentado los casos de asesinatos extrajudiciales, “un total de 803 solo entre 2015 y 2018”. Otro paralelismo, añade Mwangi, con las detenciones de jóvenes que ocurren en el país desde mediados de 2024.

“No creo que la subida de impuestos solucione los problemas de Mathare, porque si pagáramos impuestos y tuviéramos acceso a la salud o a una casa digna nadie se quejaría”, añade. “Nuestro problema es que nos cobran muchos impuestos y apenas podemos permitirnos comprar comida”, zanja.
En el centro de Nairobi, los manifestantes siguen coreando el nombre de Albert Omondi Ojwang y enarbolando pancartas con su rostro días después de su muerte. La policía responde esta vez con gases lacrimógenos y algunas detenciones. Pero ni Omondo Okoth, ni Djae Oruni, ni Brayan Mathenge, ni Njeri Mwangi, ni Tiffany Wanjiru tienen miedo. El verdadero futuro, dicen, “está en las manos de los ciudadanos”.
EL PAÍS