Ley Duplomb: en el Marne, «vigilamos el paso de los tractores, pero nunca sabemos si están rociando acetamiprid».

Amarillo girasol, amarillo trigo, sol o limón. Si el color primario evoca imágenes de naturaleza vibrante, es porque no se planta remolacha. Para los productores de la industria azucarera —un extracto de la raíz de la verdura—, el primer amarillo que les viene a la mente es el pálido tono de los campos asolados por la ictericia. Cuando las plantas adquieren este tono, es demasiado tarde. «No hay cura», explica Jean-Marie Delanery, de Tilloy-et-Bellay, departamento de Marne. Con las espinillas hundidas en las hojas, el agricultor hace una mueca: el terreno accidentado resalta los «anillos» de la ictericia, manchas dálmatas dispersas en el verde hasta donde alcanza la vista. La única solución: «Eliminar al vector del virus». Un malhechor de unos pocos milímetros de largo llamado pulgón verde. Cuando pica tallos y hojas para alimentarse de la savia, contamina las remolachas una a una. El equivalente, para las plantas, a las picaduras de mosquito para los humanos, a veces inofensivas, a veces mortales.
El año pasado, las abundantes lluvias limitaron su aparición. La primavera seca de 2025, en cambio, los vio proliferar: en un fin de semana, el departamento quedó "empapado de pulgones". Jean-Marie Delanery aplicó el tratamiento de inmediato: "Tres pasadas con dos semanas de diferencia, dos Teppeki, un Movento", los dos productos aprobados para eliminar la plaga. A principios de agosto, era evidente que no había funcionado. A primera vista.
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