Los restaurantes de carretera se toman un descanso bajo la mirada del fotógrafo Guillaume Blot

Servilletas a cuadros blancos y burdeos dobladas sobre el plato. Manteles florales. Tarros de mostaza Amora Dijon y mayonesa de Maille. Tarros de encurtidos. Una jarra de tinto. Sillas de comedor con estructura de metal rojo y respaldo blanco. En uno de ellos está escrito “Camille”, con un corazón. Un cuarto de vino blanco en la terraza. Una pizza clásica, queso, tomate. Una máquina expendedora de maní. Un hermoso chucrut con cara dibujada, sonrisa y ojos de salchicha, nariz de patata. Una ensalada de arroz con atún. Media cerveza. Tomates con vinagreta blanca. O la bandeja de postres, con yogur, clafoutis, crema de caramelo. No sé qué os pasa a vosotros, pero después de leer esta lista nos entra hambre y nos apetece mucho sentarnos a comer un gratinado de andouillette. Con gente, mujeres, hombres, camareros, lavaplatos, cocineros, obreros, conductores, comensales, felices, nostálgicos, con caras sonrientes y a veces curtidos por la vida.

Desde 2018, el fotógrafo independiente Guillaume Blot, que trabaja para numerosos periódicos, entre ellos Libération , recorre las carreteras departamentales y nacionales francesas para fotografiar los routiers, esos restaurantes anclados en la mitología del asfalto. Tras recorrer miles y miles de kilómetros cada verano en su «Blotmobile», el apodo que da a su coche, su trabajo es objeto de un libro que sale este mes, sobriamente titulado Restos routiers (1). Inspirado por los británicos