Series y política: de la Guerra Fría a la era de la posverdad

Hay que intentarlo todo. Hasta mantener cerca a los enemigos. En el mundo de la alta política, los cretinos parecen simpáticos y los criminales entran y salen de la legalidad, eslabones clave de la maquinaria porque los obstáculos resultan un permanente desafío diplomático y, como decía Borges, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Es un universo plagado de reuniones oficiales y no oficiales, agendas confidenciales, sospechas y chivos expiatorios, peces gordos camuflados y fugitivos, trampas sobre trampas. En un inmenso tablero de ajedrez a escala global, las fricciones son la regla, y la ética, un asunto complicado.
Un paso en falso y todo plan se arruina en un segundo: la delicadeza de la política internacional, entre los archivos clasificados y desclasificados, entre la bruma de idiomas y culturas desconocidas, circula alrededor de servicios de inteligencia, informantes y movimientos que llegan –o salen– de la oficina presidencial. Así lo sabe Kate Wyler, la protagonista excluyente de La diplomática (Netflix), que empieza a jugar en las ligas mayores cuando es designada embajadora de los Estados Unidos en Gran Bretaña. Diálogos frenéticos y pasillos candentes con una equilibrista en un mundo de locos, bajo coletazos de la Guerra Fría, con funcionarios en el centro del poder que penden de un hilo en una olla a presión. “No sabes hasta que sabes. Y entonces, definitivamente, lo sabes”, se dice en uno de los tantos diálogos, esas frases latiguillo que en la serie combinan, con aires de tragicomedia, la vida cotidiana y doméstica con las misiones públicas, liderazgos femeninos –como contrapartida, puede mirarse The Regime (HBO Max), con una autócrata Kate Winslet atrincherada en su muro europeo, o Guardaespaldas (Netflix), donde entra en escena una ambiciosa y fría ministra del Interior–, nuevas crisis de representación y roles estratégicos en una geopolítica tan fascinante como inestable.
Serie "The Regime", con Kate Winslet.
“Bernardo hizo todo lo que pedimos”, le dice un asesor de confianza a Carlos Menem, el cual responde: “Hay que darle algo a la prensa, sobre todo a la prensa amiga”. De fondo se escucha gente bailando el tema “Ritmo de la noche” mientras en el círculo íntimo, estalla el “Yomagate”, uno de los primeros aquelarres políticos del menemismo. Bernardo es Bernardo Neustadt, un aliado periodístico que desde la televisión defiende a capa y espada a un riojano presidente que todavía resulta una figura un tanto extravagante para el gran público. El periodista mueve sus fichas y anuncia entonces a un economista cordobés, también algo ajeno en la audiencia, como el hombre de la estabilidad financiera.
Poco tiempo antes Menem había tenido su primer desafío: ordenó reprimir el levantamiento carapintada liderado por Mohamed Alí Seineldín, uno de sus enemigos silenciosos. En sus primeros años, el mandatario riojano no gana para sustos: la inflación se dispara y el dólar va en alza. La astróloga que lo asesora en Casa Rosada sugiere movimientos familiares, y su nuevo ministro de Economía, Domingo Cavallo, llega con un fenómeno innovador: la Convertibilidad.
Son imágenes vertiginosas de Menem (Prime Video), la serie de Ariel Winograd que rompe con el ritmo de las series clásicas sobre política, predominando un tono de comedia y estética de videoclip más cercano a narrativas como Lakers: tiempo de ganar (HBO Max), la épica californiana de Magic Johnson, y a Coppola, el representante, su anterior serie, despojada de la solemnidad de la biopic histórica aunque criticada por dejar en segundo plano la lenta degradación social del desempleo y la pobreza. No casualmente hay abundancia de planos de un Menem ocioso y a la vez solitario en su residencia y reuniéndose de forma vertiginosa con sus asesores en medio de sus escándalos, campañas y dramas, jugando al tenis o al golf y con fiestas privadas en Olivos. La política como espectáculo, la serie como un fresco de época y los ’90 como un salto de continuidad desde el gobierno de Javier Milei, donde el menemismo y sus bustos volvieron a Casa Rosada.
"Menem", la serie.
“La Argentina es una máquina de ruptura y continuidad”, analiza el periodista Martín Rodríguez, en una opinión que parece pintar de cuerpo entero a la serie. Para Rodríguez, el período democrático que se refunda en 1983 estalla en la crisis del 2001, y nada más pertinente que revisar los capítulos de Diciembre 2001 (Disney+) para revivir el fin de la Convertibilidad, el estallido del 19 y el 20 de diciembre y la caótica sucesión de cinco mandatarios en una semana. “La política hoy habla de un país que ya no existe”, afirma otro cronista, Diego Genoud, sobre una época actual donde los spots publicitarios de las últimas campañas suelen repetirse. No es un fenómeno esencialmente argentino: los especialistas hablan de una endogamia de la vieja política, de una desconexión alarmante con el ciudadano de a pie que se refleja, en parte, en la masiva abstención electoral y el desencanto con los funcionarios políticos.
Estas razones llevaron, entre otras, a un meteórico ascenso de la extrema derecha con un avance global de las autocracias electorales y la erosión de las democracias liberales, según escribió el historiador Steven Forti en su libro Extrema derecha 2.0. Ya sin golpes de estado militares ni asonadas civiles, el vaciamiento democrático, de acuerdo a Forti, se propicia “desde adentro”: líderes más o menos populistas o de extrema derecha ganan unas elecciones y paulatinamente centralizan el poder en el Ejecutivo, desaparece la separación de poderes, recortan derechos para la minoría y también se evapora el pluralismo informativo.
Todo ese tejido de la política contemporánea está representado en guiones de alto y bajo presupuesto. Aparece en las de trama mainstream, como la performance de Robert De Niro como un exmandatario ambivalente que es convocado por la Casa Blanca para develar un universo de conspiraciones, ataques cibernéticos e intrigas en Día cero (Netflix), o en la también “presidencial” Paradise (Disney+), en la que el presidente de Estados Unidos es asesinado en su cuarto y la tensión se traslada a su custodio principal alrededor de una disputa de altos mandos, entre armas termonucleares, servicios secretos, eventos catastróficos y una cúpula gigante que cubre una ciudad subterránea.
Robert De Niro como George Mullen, en "Día Cero".
La política y sus laberintos surgen también en el contexto de thrillers políticos, comedias negras y tiras de espionaje, bajo sus misterios, códigos y una época indescifrable en la era de la posverdad y de tiempos peligrosos como en los intrincados relatos de The Agency (Paramount+), El Chacal (Disney+), Slow Horses (Apple TV) o incluso The Old Man (Disney+), con un pasado que retorna para un viejo espía y hace pensar en los legados y los mandatos. Magnates tecnológicos que manejan el pulso de la realpolitik, derechos civiles que se arrasan con tal de otorgar respuestas urgentes a sociedades turbulentas, teorías conspirativas, realidades paralelas y un altísimo precio para la información en el caldo social de odio e intolerancia de los países centrales y periféricos.
En ese pasado que vuelve se encumbra la notable Sherwood (Flow), algo desapercibida para la audiencia promedio. Mientras en las últimas décadas acontece una transformación de la clase obrera, fragmentada en mil pedazos y profundamente precarizada, cuyos sindicatos ya no tienen el peso de antaño, en Sherwood se entrelazan, en tono policial, varias historias que reconstruyen las huelgas en el thatcherismo y su impacto en una pequeña comunidad inglesa atravesada por amores y odios, ofensas y lealtades.
En los tiempos actuales del presente perpetuo y la falta de memoria, la serie es una perspicaz exploración de la tirante convivencia entre policías y vecinos –en un diálogo, un personaje central de la trama dice: “Se metieron en la comunidad, fueron a nuestros cumpleaños, bebieron y mientras tanto nos estaban documentando”–, entre familiares y huelguistas. Todos parecen conservar secretos, y las venganzas se esconden en el bosque, ese espacio tan geográfico como místico, de gran relevancia en la serie como sucedía en Twin Peaks (MUBI). Alrededor de los enconos y las posibles redenciones circulan las broncas e iras acumuladas, la derrota de los desclasados y una antigua ciudad minera que se proyecta en el doloroso legado de las nuevas generaciones, quebrado por las consecuencias del capitalismo posindustrial y su mano de hierro.
Olivia Colman, como la Reina Elizabeth II, en "The Crown".
“Necesitamos dejar de vivir en el pasado”, le dice un policía a una vieja camarada cuando descubre su doble rostro, pero sabe que eso es imposible: el pasado acecha con toda su carga, como las vigas de acero industriales. Traiciones, resentimientos, alianzas y suspicacias que están tanto dentro como fuera de los grupos de pertenencia, tal como enseñaron aquellas series que ya son una suerte de clásicos, entre otras House of Cards, Borgen, Boss, The Newsroom, The Crown y Juego de Tronos.
“Que la gente vote es un milagro”, dice el antropólogo Pablo Semán, al analizar la democracia actual. Pensando en que la política está en todas partes, se podría aventurar que las series se expanden omniscientemente para todos los gustos: por caso tal vez ninguna como Succession (HBO Max) en una clase magistral del poder y de la atmósfera shakesperiana sin mostrar comicios ni un funcionario en primer plano. De las viejas estrategias y nuevas tácticas, de lo tradicional que languidece pero tarda en morir y el futuro que no acaba de nacer, las astucias de la política y los guiños a Maquiavelo y Gramsci sobrevuelan de lo micro a la macro, del susurro de mesa chica al escándalo mediático, de la fascinación a lo inquietante, en la efervescente pantalla chica.
Clarin