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Cuando el odio es un crimen

Cuando el odio es un crimen

Partamos de dos premisas fundamentales: nuestra Constitución establece que «toda persona tiene derecho a expresar y difundir libremente su pensamiento mediante la palabra, la imagen o cualquier otro medio, así como a informar, a ser informada y a ser informada, sin trabas ni discriminación». Por otro lado, «el ejercicio de estos derechos no podrá ser impedido ni limitado por ningún tipo o forma de censura». Esto constituye la perfecta enunciación de una libertad estructural en un régimen democrático y en un Estado de Derecho: la libertad de expresión. Sin embargo, en un sistema que se caracteriza por garantizar a sus ciudadanos un sólido catálogo de derechos, no es infrecuente que se den situaciones en las que los derechos de algunos afecten, en mayor o menor medida, la esfera de los derechos de otros, y es importante que los límites de los derechos de cada individuo se determinen conforme a criterios de armonización y proporcionalidad.

Básicamente, y con precisión, invocando la filosofía de Sartre: el hombre, al ser libre, debe respetar y afirmar su propia libertad y la libertad de los demás, y por lo tanto, nuestra libertad es inseparable de la libertad de los demás. Si bien es cierto que la Mañana de Abril eliminó la censura y nos devolvió la libertad de expresión, lo cierto es que, aun así, tiene límites vinculados, ante todo, al derecho de los demás a ser tratados con dignidad. Como bien señala Amnistía Internacional: «La libertad de expresión, aunque fundamental, no es absoluta. El discurso de odio, que ataca a las personas por su identidad o raza, trasciende los límites de este derecho. La línea entre la expresión de ideas impopulares y la incitación a la violencia es tenue y compleja, lo que requiere un delicado equilibrio entre la libertad individual y la protección de los derechos de los grupos vulnerables. Es necesario reconocer que la libertad de expresión no se extiende a los discursos que pretenden incitar al odio o la discriminación, especialmente cuando se dirigen a minorías o grupos marginados».

Sin embargo, reconociendo que la libertad de expresión tiene límites, ¿cuál es el punto que legitima la intervención del Derecho Penal? En otras palabras, ¿en qué momento la expresión de una idea o pensamiento se convierte en delito? El Derecho Penal es la rama del derecho mediante la cual el Estado busca proteger los bienes e intereses socialmente más relevantes y solo debe intervenir cuando ninguna otra rama del derecho pueda garantizar adecuadamente dicha protección. Es, por lo tanto, un Derecho de intervención definitiva y se basa estructuralmente en el principio de que solo las conductas expresamente previstas como tales por la ley pueden ser consideradas delito.

Dicho esto, nuestro Código Penal prevé expresamente el delito de “discriminación e incitación al odio y a la violencia”, castigando con la pena de prisión de 1 a 8 años a quien fundare o constituyere una organización o realizase actividades de propaganda que inciten o fomenten la discriminación, el odio o la violencia contra una persona o grupo de personas por razón de su origen étnico-racial, origen nacional o religioso, color, nacionalidad, ascendencia, territorio de origen, religión, lengua, sexo, orientación sexual, identidad o expresión de género o características sexuales, discapacidad física o mental o a quien participe en dichas organizaciones, en las actividades que realicen o les preste ayuda, incluida su financiación.

Asimismo, la Ley prevé pena de 6 meses a 5 años de prisión para quien, públicamente, por cualquier medio destinado a la difusión, a saber, mediante la apología, negación o banalización grosera de los crímenes de genocidio, de guerra o contra la paz y la humanidad, provoque actos de violencia, difame o insulte, amenace o incite a la discriminación, al odio o a la violencia contra una persona o grupo de personas en razón de su origen étnico-racial, origen nacional o religioso, color, nacionalidad, ascendencia, territorio de origen, religión, lengua, sexo, orientación sexual, identidad o expresión de género o características sexuales, discapacidad física o mental.

En este sentido, la jurisprudencia portuguesa ha sido bastante afirmativa al considerar que el discurso de odio es aquel que «pone en tela de juicio los derechos y valores fundamentales en los que se basan las sociedades democráticas, perjudicando no solo a las víctimas de dicho discurso, sino también a la sociedad en general». A su vez, «el discurso de odio que genera violencia social o se basa en la defensa de políticas discriminatorias negativas contra una persona o grupo de personas por su raza, color, origen étnico o nacional, ascendencia, religión, sexo, orientación sexual, identidad de género o discapacidad física o mental siempre será objeto de persecución penal, prevaleciendo sobre cualquier teoría de primacía de la libertad de expresión sobre otros derechos» (cf. Sentencia del Tribunal de Apelación de Oporto de 7.06.2023).

Si bien este problema ha cobrado mayor relevancia en el contexto nacional, generando oleadas de violencia atípica en una comunidad acostumbrada a clasificarse como de "costumbres moderadas", lo cierto es que está en la agenda global. De hecho, al respecto, el Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, ha destacado que "el discurso de odio hoy en día se propaga más rápido y llega más lejos que nunca, amplificado por la Inteligencia Artificial. Los algoritmos sesgados y las plataformas digitales están difundiendo contenido tóxico y creando nuevos espacios para el acoso y el abuso".

Para prestar especial atención a esta nueva pandemia discursiva y violenta, las Naciones Unidas han establecido el 18 de junio como el Día Internacional para la Eliminación del Discurso de Odio. Si bien la ONU reconoce que el efecto devastador del odio no es nuevo, lo cierto es que su escala e impacto han aumentado con las nuevas tecnologías de la comunicación, convirtiéndolo en una herramienta frecuente en la difusión de ideologías divisivas a nivel mundial, que contribuyen a socavar la paz y a exacerbar conflictos y violaciones de derechos humanos.

Así, en julio de 2021, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución sobre “la promoción del diálogo interreligioso e intercultural y la tolerancia en la lucha contra el discurso de odio”, que reconoce la necesidad de combatir la discriminación, la xenofobia y el discurso de odio, y llama a todos los actores pertinentes, incluidos los Estados, a intensificar sus esfuerzos para combatir este fenómeno, de conformidad con el derecho internacional y los derechos humanos.

Y, de hecho, esta es una preocupación y una responsabilidad colectiva que debería estar entre las principales prioridades de cualquier país y sociedad, especialmente porque, como también señala la ONU, la historia está llena de atrocidades masivas que iniciaron la propagación de este tipo de discurso. Sin embargo, también en este ámbito, mucho más allá de la legislación y la represión, la lucha contra el discurso de odio debe hacerse a través de la educación, con el refuerzo de políticas y programas con medidas específicas para la educación para la ciudadanía global, promoviendo la alfabetización mediática, informativa y digital. De hecho, es bien sabido cómo los entornos digitales se utilizan a menudo como cámaras de resonancia para la retórica del odio y la violencia, especialmente dirigida a personas o grupos más vulnerables, como las minorías étnicas y raciales, los migrantes, los refugiados o solicitantes de asilo, la comunidad LGBTQIA+, las mujeres, las personas con discapacidad, las minorías religiosas y las personas en conflicto.

En este contexto, la ONU lanzó una “Estrategia y Plan de Acción contra el Discurso de Odio”, que incluye la campaña “Di #NoAlOdio”, destacando que el discurso de odio está creciendo en todo el mundo, incitando a la violencia y la intolerancia, y destacando la importancia de establecer medidas preventivas y anticipatorias por parte de los Estados Miembros.

De hecho, esta tarea exige una intervención estructurada y multidimensional, que abarca desde las políticas estatales de prevención, educación y represión hasta las acciones y la atención concretas a nivel de microfamilias o núcleos escolares. Tanto el acoso, la intimidación y la violencia contra individuos o grupos específicos, como las masacres y los genocidios a gran escala contra poblaciones enteras, pueden tener como raíz un mismo denominador común: el odio y su amplificación.

En mayo de 2019, el Secretario General de la ONU advirtió: «En todo el mundo, presenciamos una preocupante oleada de xenofobia, racismo e intolerancia, que incluye el auge del antisemitismo, el antimusulmanismo y la persecución de los cristianos. Las redes sociales y otras formas de comunicación se están utilizando como plataformas para la intolerancia. Los movimientos neonazis y de supremacía blanca están ganando terreno. El discurso público se está utilizando como arma para obtener rédito político mediante una retórica que estigmatiza y deshumaniza a las minorías, los migrantes, los refugiados, las mujeres y los llamados «otros»». Como también señaló acertadamente: «El discurso de odio se está generalizando tanto en las democracias liberales como en los regímenes autoritarios».

Estamos en 2025 y el resultado es evidente. Combatir el discurso de odio no significa socavar la esencia de la libertad de expresión, sino simplemente evitar que su escalada derive en algo mucho más peligroso, como la historia nos ha demostrado con tanta crudeza.

Los textos de esta sección reflejan las opiniones personales de los autores. No representan a VISÃO ni reflejan su postura editorial.

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