¡Guerra terminada!

Hemos tenido una guerra abierta, ahora tenemos una guerra cerrada. Era evidente que Irán se estaba quedando sin oxígeno —misiles que disparar— y los bombardeos estadounidenses a plantas de enriquecimiento de uranio nuclear revelaron la total incapacidad de Teherán para responder a todos los ataques.

Sin una fuerza aérea eficaz y con muy pocos sistemas de interceptación de misiles, Israel estaba debilitando al régimen, a los ojos de todos, amigos y enemigos, y el gesto de fuerza de Estados Unidos, el único que posee megabombas convencionales, llevó rápidamente a la conclusión de que Jamenei necesitaba poner fin a la guerra.

El régimen iraní ha alardeado mucho, basándose en la idea de contar con un ejército poderoso, en particular una Guardia Revolucionaria de élite, pero al final es Teherán quien ha dado la impresión de querer una tregua urgente para evitar mayores daños al régimen. La decapitación militar fue quizás el momento más decisivo para que Teherán se diera cuenta de que nada estaba a salvo.

Las sucesivas muertes de altos mandos militares —algo que ya había ocurrido con Hezbolá— provocaron el mayor temor: Israel y Estados Unidos sabían, con todo detalle, dónde se encontraba cada uno. Esto constituye una vulnerabilidad insostenible para un régimen que existió para atemorizar a todos. Débil, inseguro y derrotado, Irán exigió el fin de la confrontación militar. Podría reaparecer, pero sin fuerza ni credibilidad.

Por una vez, Trump sacó un conejo de la chistera. Logró lo que parecía imposible: calmar a dos bestias, o a una y media, y el alto el fuego se debió inequívocamente a él y a su influencia sobre el gobierno y el primer ministro israelíes. Solo queda intentar poner fin a la guerra en Ucrania. ¡Es hora!

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